Eran muy pocas las niñas que se quedaban a comer en aquel colegio católico y femenino al que asistí en mis años infantiles. Las que nos íbamos a casa las mirábamos con cierto desdén compasivo al dejar atrás ese tufo de abandono que nos parecía que desprendían.
Nosotras salíamos por las puertas de caballerizas del edificio y bajábamos corriendo la calle Santa Isabel impulsadas por el hambre de libertad y de comida de madre que nos esperaba al llegar a nuestro hogar. Atravesábamos la Glorieta de Atocha contentas como unas pascuas, dejando atrás los oscuros muros de grueso granito del Hospital San Carlos tras cuyas puertas de solidos barrotes negros algunas comentaban que se habían visto a lo lejos, en el patio interior de suelo terroso, a mujeres vestidas con sucias camisolas blanquecinas y largas melenas deshechas, vagando como espectros de las enfermas psiquiátricas que habían habitado las frías salas de la Institución. En un suspiro, bajando por Santa María de La Cabeza, llegábamos a casa.
Al entrar en aquella vivienda del tercer piso nos recibía el frescor de las habitaciones en penumbra en verano o el aire templado por la calefacción en invierno. Íbamos atravesando olores por los espacios. El olor a botica del despacho de mi padre, el de pelo de muñeca y virutas de lápiz de las habitaciones de los niños, el del perfume de Maderas de Oriente de mi madre del dormitorio, para terminar con el ansiado aroma a guiso de la cocina. Allí, de pie, trajinando en los fogones estaba ella con un delantal de volantes sobre el vestido estampado. Mi madre era una mujer de una clásica belleza española. Con el pelo largo y negrismo con bucles agitanados y el busto desbordando el escote. Siempre admire aquella belleza que la Naturaleza no me tenía reservada. En esa casa no solíamos darnos besos ni al llegar ni al salir y ella, que era una persona básicamente liviana, siempre parecía nerviosa y perdida en otras muchas preocupaciones.
En primavera, algunos días, al llegar se percibía un aroma distinto que me llenaba de alegría. En el carro de la compra junto con los víveres, desde el mercado mi madre había traído un enorme ramo de lilas. Lo había comprado en un puesto del primer piso situado cerca de la pescadería donde además se vendían chucherías, juguetes de plástico de pequeño tamaño y collares de cuentas de colores chillones. El manojo estaba graciosamente colocado en un búcaro de porcelana en la mesa del comedor. El conjunto de flores malvas destacaban con su explosión de tonalidad entre el verde ramaje que los acompañaba. Desprendían un olor dulce, fresco y espeso. Yo me acercaba y aspiraba unos minutos que nunca eran suficientes hasta que el perfume me atravesaba y conseguía retenerlo para evocarlo más tarde. En esos momentos imaginaba a mi madre comprando las flores sabedora de lo que significaban para mí, aunque nunca lo hablásemos ni hubiese posibilidad de esa certeza. Me maravillaba que ella, tan practica y ocupada, hubiese reparado en tener un gesto tan carente de utilidad que yo pensaba estaba solo a mi dedicado. Aunque esto último no fuese cierto yo me quedaba transida de una ternura que era solo mía.
La comida transcurría con una escueta conversación perdida entre vaguedades cotidianas. Mis hermanos, todos menores que yo, discutíamos y nos incitábamos como niños que éramos. Mi madre se ocupaba de nosotros sin caricias, un poco ausente.
Antes de marcharme yo siempre volvía a mis lilas fragrantes. Su olor me acompañaba por las cuestas que se extendían hasta llegar a la escuela por la que subían otras niñas casi siempre acompañadas por sus progenitoras. Yo arrastraba a mis hermanos tras de mi rumiando la vergüenza de esas soledades. Nunca sabría mi madre que ese camino de cada día me hacía sentirme huérfana de su compañía tan ansiada.
Al llegar al colegio, las niñas de comedor nos recibían pintando y jugando entre ellas y yo, ya alejado aquel desprecio, las miraba sintiendo una complicidad secreta de ausencias imperdonables.
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Texto: Historia autobiográfica de Susana Alfonso
Fotografias: Mario Alfonso
Localización: provincia de Segovia, año 2021