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LAS MANOS

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El cristal me separaba del féretro. Tras él, un espacio y la caja inclinada con el cuerpo de mi madre. Como  una tarta en un escaparate. Estaba cubierta de un lienzo de raso blanco.  Salvo el óvalo de la cara y las manos.

Por las facciones del  rostro, apenas se la reconocía. Un mechón inusual la tapaba la frente, la nariz árabe, como la tuvo en vida, afilada en exceso y los labios deformes.

Las manos eran las suyas de siempre: alargadas, finas, los dedos como lápices, nervudos, pequeñas manchitas marrones teñían la piel del dorso y las uñas largas y sin pintar.

Mis hermanos se iban acercando uno tras otro, parecían evitar coincidir frente a ella. De pié con las manos agarradas delante del cuerpo o detrás, la miraban al rostro y después al suelo.

Nadie lloró, ni una sola lágrima se vertió en público en el entierro de mi madre. Sólo caras tristes que miraban su cuerpo en silencio

En un momento se abrió la portezuela detrás de la habitación mortuoria. Un  trabajador traía una corona de flores. “Tus hermanos te recordarán siempre” decía una cinta violeta que colgaba encima del circulo amarillo y blanco. Pensé entonces en que cómo mi hermana, tan minuciosa ella para estos detalles, podría haberse olvidado de encargar algo así. Estaba equivocada: segundos después, el mismo funcionario entró cargando otro conjunto ovalado de  lirios, claveles y margaritas “Tus hijos y tus nietos no te olvidan”. Se acercaron casi todos para verlo y después se disolvieron.

Yo permanecía sentada sola en un banco tapizado de terciopelo rojo, justo enfrente del cristal.

Las manos de mi madre. Cerré los ojos y el recuerdo me trajo la imagen de un bebe echado en una toquilla de lana azul. Estaba desnudo. Mi madre cogió con una mano las dos piernas al mismo tiempo y lo levantó. Con la otra mano deslizó un  pañal en forma de triángulo por debajo de sus nalgas. Lo ajustó a las ingles del pequeño y sujetó los tres picos con un enorme imperdible. Después tomó una camiseta de algodón blanco y le levantó. Puso la abertura superior en la cabeza del niño y lo introdujo primero por la nuca y después hacia la cara sin rozarla. El bebe sonreía mirándola. Después introdujo la manga de la camiseta arrugada de forma que agarró el puño del niño y tiró de él hasta que lo cubrió la manga. Hizo igual con la otra. Con una mano y agilidad de experta volvió al bebé boca a bajo y le abrochó la prenda.

Era una imagen de mi madre que se había acercado a mis recuerdos llena de sol; llena de las manos de mi madre, ágiles, eficaces y algo tiernas. Cogió al bebe entre sus brazos, coloco su cabeza entre su cuello y su hombro y lo acunó. Su mano a lo largo de la espalda del pequeñín, con los dedos separados. Moviendo el cuerpo. Quizá cantando una canción.

Podía haber sido uno de mis  hermanos, o uno de mis hijos o las imágenes del deseo de ser yo misma. Un ser pequeño entre las manos de mi madre, cuidado por ellas.

En ese momento un funcionario nos avisó. Iban a cerrar la tapa del ataúd. Nos preguntaba que si queríamos ir a darla el último adiós. Declinamos el ofrecimiento con cortesía y sin culpa.

Preferí quedarme sentada hasta el último momento contemplando sus manos yertas, inmóviles. Toda la falta de vida concentrada en esas manos incapaces de moverse. Cuando las dejé de ver, tuve ganas de llorar. Era curioso. No recordaba cuando mi madre me había tocado por última vez.  

Por un momento bajé la cabeza, miré mis manos y las ganas de llorar aumentaron. Llore. Mis manos eran similares a las de mi madre, alargadas, con los dedos finos, nervudas y con las uñas largas sin pintar. Muy parecidas, casi idénticas.

Foto: Mario Alfonso del cementerio de Santa Maria de Madrid

Texto: Susana Alfonso/Abril 2011


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